sábado, 10 de noviembre de 2012


LA PAZ QUE SOÑAMOS

Aunque las conversaciones de paz entre el estado colombiano y las Fuerzas Armadas de Colombia (FARC-EP) apenas empiezan, el ambiente que se respira en el país, tanto como en el continente, es de solidaridad y apoyo, por lo cual les queda muy difícil a los negociadores no llevarlas hasta sus últimas consecuencias. En esas circunstancias, no es nada histórico que alguno de los negociadores abandone la mesa porque considere que hay una causa para hacerlo, por más grave que ésta parezca. La paz en las condiciones históricas actuales tiene que ser superior a cualquier escollo que se le atraviese, y si se está haciendo historia, como así lo consideran las partes, lo más antihistórico es no hacerla. 

De terminar con éxito dichas conversaciones, tendientes a acabar con un conflicto armado que ya lleva casi medio siglo, quedarán abiertas las puertas para que se inicie en Colombia un período largo de convivencia pacífica que permitirá tramitar los grandes problemas de la sociedad colombiana que se encuentran represados, otros que actualmente claman por una solución pronta y efectiva y, con ello, a crear las condiciones para que las contradicciones del futuro se puedan resolver pacíficamente. Esta paz que se avizora tiene que ser más integral y profunda que las anteriores. Y tiene que ser así porque hoy más que nunca los colombianos, sin excepción alguna, la necesitamos. Es tal vez la mejor oportunidad de prestarle un servicio desinteresado a una patria que no ha conocido el sosiego durante gran parte de su historia. Una violencia permanente que se nos convirtió en un karma con el cual nos hemos acostumbrado a vivir como cosa normal. En un ambiente de tal tenor no otra cosa puede proliferar que un escepticismo general difícil de romper si no se generan procesos de cambio que beneficien a los sectores más deprimidos de la población. Un proceso de paz en las condiciones actuales de Colombia y el mundo tiene que trascender la mera solución del conflicto armado y aprovechar el posconflicto para lograr que se cambie la cultura de la violencia, que ha marcado al país en las últimas décadas, por una cultura de convivencia pacífica, en la que los valores del respeto mutuo sean los que tracen el derrotero de nuestro devenir histórico. Es cierto que la violencia genera más violencia pero también es cierto que la paz genera más paz, y si se aprovecha este capítulo de paz que se abre en Colombia, gracias a la solución del conflicto armado, ningún ambiente más propicio para ventilar los rencores del pasado y que sean el perdón y la tolerancia los ejes de nuestro desarrollo. Para abocar un proceso de paz de largo aliento en las condiciones actuales, en que la violencia puede ser el camino más expedito hacia la autodestrucción humana, se necesita grandeza y al mismo tiempo humildad para que la generosidad prevalezca sobre el egoísmo y la sencillez sobre la prepotencia. Así como la violencia cuenta con factores que la favorecen y con actores activos que la alimentan, la paz también es un proceso que cuenta con condiciones favorables y con actores activos que también la impulsan. Si vencemos el escepticismo y nos convertimos todos en actores proactivos de la paz vamos a conseguir que ésta sea auténtica e irreversible y no resulte un fiasco como tantos otros intentos que se han hecho.

Ahora existen condiciones en Colombia mejores que cuando se dio el arreglo pacífico entre el M- 19, el EPL, el PRT y el Quintín Lame, incluso, mejores que cuando la Corriente de Renovación Socialista del ELN se desmovilizó. Hoy Colombia más que nunca necesita arreglar el conflicto armado con las FARC-EP y el ELN; en el continente, en los últimos tiempos, se han venido estableciendo gobiernos con un fuerte sello democrático y revolucionario y las constituciones que surgen, gracias a los vientos de renovación que sacuden la región, se nutren de las mismas condiciones objetivas y subjetivas que inspiraron los movimientos de liberación de los años sesenta del siglo pasado, al calor del triunfo de la revolución cubana. El proceso, pues, es el mismo pero con una mayor conciencia de su necesidad por parte de las masas empobrecidas del continente. Es tan fuerte esa necesidad de cambio que hasta las propias élites gobernantes entienden que no pueden seguir gobernando con la misma tranquilidad de antes ni con los mismos argumentos políticos e ideológicos del pasado. Es por eso por lo que la paz en Colombia se hace necesaria para que el país pueda sumarse a esa tendencia de renovación que sacude el continente y que ya da muestras de ser irreversible. El continente todo, por no decir que el mundo, necesita la paz de Colombia, y si quienes ahora se sientan en la mesa de negociaciones así lo entienden, el resultado no solo es el silencio de las armas sino la posibilidad cierta de que por fin se establezcan las bases de un nuevo modelo de desarrollo que encare con éxito los retos del futuro, sobre todo los que tienen que ver con la viabilidad de la especie humana en el planeta. El frenesí desarrollista que se apoderó del mundo en las últimas décadas está golpeando seriamente la biodiversidad del planeta, y si no se le pone coto a semejante aberración, podrá haber más dinero en las arcas de los estados y en el bolsillo de los ricos, pero su costo no será otro que el deterioro ambiental y el agotamiento de las condiciones de vida en la tierra, incluyendo, desde luego, las correspondientes a la humanidad. 

Con el cese del conflicto armado y con el postconflicto que se deriva del mismo, el escenario que se abre no puede ser más oportuno para que Colombia, con una de las biodiversidades más ricas del planeta, pueda convertirse en la defensora más autorizada del medio ambiente planetario.

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